20080510

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Sólo bastaron semanas para que cambiara a todas mis amistades futboleras por Danilo, el dañino. Me juntaba todos los días con él para conversar, caminar y hacer todo lo que un niño de 8 años puede hacer en ese intertanto. Me enseñó a usar la resortera que mis viejos nunca pudieron prohibir efectivamente. Aunque ellos no supieran apreciar esas verdaderas obras de arte hechas de ramas, scotch y un elástico, y me las escondieran, rompieran o botaran, yo siempre me las arreglé para moverme con mi resortera y una piedra en el bolsillo.

Recorríamos bastas extensiones de Cerrillos en busca de nada. Nos gustaba caminar hasta donde nos dieran las piernas, siguiendo la abandonada línea del tren o el zanjón de la aguada. Ya entonces me gustaba deambular por sitios eriazos, entre la maleza, los ratones y los televisores quemados.

Un día, caminando por la línea del tren, llegamos hasta un lugar en el que parecía haberse acabado la ciudad. El sol ya se había puesto y, aunque el cielo aún conservaba su claridad, Santiago a lo lejos ya había encendido toda su luminaria. Cuando miramos atrás y nos dimos cuenta de esta imagen, ambos, sin mediar palabra alguna, decidimos que debíamos detenernos y contemplar. Nos sentamos sobre el riel y miramos en silencio, con un respeto inmenso, como caía la noche. Lo recuerdo como si fuera ayer.

Entonces Danilo, el dañino quiso consagrar el buen momento. Sacó una goma de su bolsillo- por lo que me di cuenta que lo tenía planeado desde antes- y me preguntó:

-¿Tenís la marca del indio?

Yo, que no sabía qué era eso, le contesté que no, con una mezcla entre miedo, curiosidad y alegría.

-Puta gil culiao, no podi ser tan pollo. Pásame tu mano- me dijo.

Aunque lo dudé, se la alcancé de inmediato. Él, conforme con mi respuesta, me advirtió que lo que venía iba a doler. Y así fue; todavía tengo en la mano una cicatriz que me recuerda el ardor que sentí mientras Danilo, el dañino frotó la goma en el reverso de mi palma, hasta sacarme sangre por segunda vez. Yo resistí sin decir palabra. En ese momento, quejarse hubiese sido una deslealtad a la confianza y el cariño con el que Danilo, el dañino me lastimaba. No habría sido digno de un indio.

Sin embargo, el dolor nunca es gratuito. Aunque nunca le mencioné palabra sobre la herida, apenas volvimos a la ciudad, caminando por el mismo riel que nos había llevado lejos, me busqué una excusa para pelear. Creo que me empecé a burlar de sus zapatillas rotas para hacerlo enfadar. No hizo falta mucho esfuerzo para que la riña se armara. Fue como si el asumiera que intentaba dañarlo deliberadamente. Un par de chuchadas y nuevamente estábamos peleando. Nos tiramos el pelo y nos dimos de puñetes y patadas. Ambos estábamos sangrando cuando me di cuenta de que Danilo, el dañino buscaba alejarse para sacar su resortera y decidir el combate. No sé cómo, pero en ese momento, como un regalo divino, saqué un derechazo bajo digno de José "Mortero" Sánchez. Le di mi mejor puñete justo sobre el estómago. Él, inmovilizado, soltó la resortera y cayó al piso como un saco de papas. Creo que le di una innecesaria patada en la espalda y me fui. Danilo, el dañino quedó tendido en las tinieblas, sobre la línea del tren, llorando de rabia y humillación. Al regresar a mi casa mi vieja se escandalizó al verme sangrando nuevamente. Me retó como nunca y me prohibió volver a juntarme con Danilo, el dañino. Yo sólo escuchaba callado, acatando la reprimenda. Entonces, cansado ya de ese monólogo autoritario, vomité una frase cargada de rabia que me produce confusión de sólo recordar. La miré a los ojos y le dije: “Alguien tiene que pagar por los platos rotos, y ese no voy a ser yo”. No entiendo cómo pude decir algo así, algo que a los 8 años no pensaba en lo absoluto. Fue como si se hubiese abierto una brecha temporal y de mis infantiles labios hubiesen salido palabras pronunciadas por mi boca adulta, palabras que me hacen sentido y que lo seguirán haciendo. Alguien tiene que pagar los platos rotos, y ese no voy a ser yo.




Polanco

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