20080510

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Luego de mi primer encuentro con Danilo, el dañino, llegué a mi casa con un corte sobre la ceja que emanaba profuso chocolate. Mi vieja me hizo curaciones y me retó. Tenía 8 años y era la primera vez que recibía tanto daño físico; el peñascazo de este maricón no me sacó un ojo porque él decidió que asi fuese. Danilo, el dañino era capaz de matar a un gorrión a 30 metros con su resortera y luego rematar el cadáver desde más lejos. No fallaba. Flaite como pocos, de niño, Danilo, el dañino, vivía en el conventillo donde movían la merca de la población. Era un petizo moreno de orgullosa cara de indio que deambulaba con sus mocos colgando por todo Buzeta probando su precisión con la resortera. Ese día se me reveló un nuevo abanico de posibilidades que nos están permitidas en este mundo; conocí lo que era el miedo, la rabia y el dolor de una forma que hasta entonces no me había sido permitida. Hasta antes de ese piedrazo, yo sólo había sufrido por caídas o accidentes. Nunca alguien me había golpeado o, por lo menos, nunca había tomado conciencia de que alguien podía hacerlo y, peor aún, podía hacerlo por el placer de satisfacer su odio.

Poco después descubriría que estaba equivocado y que Danilo, el dañino no me odiaba. Simplemente, esa era su forma.

Fue semanas más tarde cuando, después de haberlo evitado por miedo, se apareció por la plaza mientras jugábamos con los cabros a la pelota y con la timidez que sólo alguien que vive en la marginalidad puede tener, preguntó: “¿Se puede jugar?”. No tengo claro por qué razón me apresuré a responder antes que todo el resto de mis amigos- perplejos y temerosos ante ese tigre que inexplicablemente deseaba ser domesticado-, “Obvio que se puede, tú jugai pa nosotros” y lo integré a un grupo de niños que no lo bienvenían. Como suele suceder, la pelota limó pronto todo tipo de asperezas. Recuerdo de ese partido haber gambeteado como nunca a algunos amigos y haberle cedido a Danilo, el dañino habilitaciones perfectas que él siempre supo canjear en goles. En ese momento conocí la amistad. Hasta entonces, sólo me había divertido con otros niños. Nunca me había importado que otra persona se divirtiera y mucho menos había concebido la satisfacción ajena como propia. Entonces, luego de casi cinco horas de jugar al fútbol sin interrupción, escuché el chiflido de mi viejo que indicaba que iba a tener que entrarme a la casa. Como la pelota era mía, eso significaba el final del juego. Movido por el entusiasmo de la nueva amistad me decidí ese día a regalar la pelota al grupo. Ahora el balón iba a ser de todos y todos lo cuidaríamos. Años después comencé a pensar eso de todo el resto de las cosas; alteré mi noción de propiedad y viví muchos años pensando que nada era de nadie y todo de todos, que las cosas eran propiedad de quién se entregara lo suficiente a ellas como para conseguirlas. No sé si en la práctica esos años ya hayan pasado o siga creyendo de la misma forma que cuando regalé esa pelota; es sólo que ya no sé cómo averiguar lo que pasa frente a mis narices.



Polanco

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